martes, 11 de mayo de 2010

El alma de las palabras / Bruno Salomón


PALABRA

Nos rodea la palabra
la oímos
la tocamos
su aroma nos circunda
palabra que decimos y modelamos con la mano
fina o tosca
y que
forjamos
con el fuego de la sangre
y la suavidad de la piel de nuestras amadas
palabra omnipresente
con nosotros desde el alba
o aun antes
en el agua oscura del sueño
o en la edad de la que apenas salvamos
retazos de recuerdos
de espantos
de terribles ternuras
que va con nosotros
monólogo mudo
diálogo
la que ofrecemos a nuestros amigos
la que acuñamos
para el amor la queja
la lisonja
moneda de sol
o de plata
o moneda falsa
en ella nos miramos
para saber quiénes somos
nuestro oficio
y raza
refleja
nuestro yo
nuestra tribu
profundo espejo
y cuando es alegría y angustia
y los vastos cielos y el verde follaje
y la tierra que canta
entonces ese vuelo de palabras
es la poesía
puede ser la poesía

(Aurelio Arturo)

¿Cuál es el misterio de las palabras, de la poesía, de la belleza en ellas? Hay que empezar por admitir que el lenguaje humano está cargado de emociones más que de racionalidad, algo que podemos comprobar muchas veces a lo largo de la vida sin tener para ello que hacer ninguna investigación académica. La conversación cotidiana, por ejemplo, está sustentada casi siempre en motivos, sensaciones, impresiones, reacciones, necesidades pasajeras…pero pocas veces, en pensamientos reales, en conceptos elaborados. Hablamos como sentimos, expresamos directamente la alegría, la rabia, el dolor, la insatisfacción, la esperanza, el amor mediante palabras muchas veces sólo nacidas a impulsos de una fuerza vital que al tiempo que nos contiene y nos mueve, le da forma a nuestro propio ser. De tal modo que no serían las palabras, en sí mismas, sino el continente de esa energía, esa fuerza, ese elan misterioso que constituye en nosotros la vida misma, y acaso, aquello que llamamos alma, o quizá espíritu. Por todo ello entonces resulta, una vez más, necesario precisar la pregunta: ¿Cómo actúan las palabras en nosotros, cómo logran afectarnos?

Edmund Burke señala justamente, en su estudio De lo sublime y lo bello algunos aspectos importantes en torno a las palabras. En primer lugar resalta cómo éstas pueden acumular y generar un poder mayor que el de las artes tradicionales para afectar directamente la mente y la psicología de las personas ya que no se amarran por decirlo así, a las dimensiones de tiempo y espacio inmediatos como sí lo hacen la pintura, el teatro, la danza, la escultura e incluso la música. La palabra, según Burke, por su inmaterialidad, su condición de abstracción de lo real, su capacidad de sugerencia y representación simbólicas de los hechos, los actos y los objetos concretos, abstractos o emocionales puede producir en nosotros un efecto más profundo que ninguno, tan fuerte y trascendental que precisamente por ello, se vuelve definitiva y aun transformadora de la propia existencia. ¿Es el misterio de su sonido, de su grafía, su significado general o concreto lo que nos perturba? No. Evidentemente ese poder de conmovernos, de afectarnos que tienen las palabras viene de la posibilidad de combinación o de libre asociación que poseen. Es decir, de la manera como en determinado momento, escritas o dichas por alguien que las maneja con habilidad (como el poeta, el escritor), logran ordenarse, cobrar un sentido superior y transmitir ese impacto emocional o intelectivo de la idea como fenómeno espiritual, personal y único, comunicando a otros de manera análoga, una sensación, una visión o una experiencia de índole individual que dicho poeta, escritor o simple hablante vive, experimenta y quiere transmitir. Como si por una especie de magia interior, las palabras lograran provocar en nosotros un hechizo, una reacción involuntaria y sorprendente capaz de llevarnos a estados de goce, de dolor, de serenidad, de contemplación o tristeza similares a los de la persona que las produjo. De ahí el poder que tiene la poesía como una de las artes con mayor raigambre en el espíritu humano.

La poesía logra, a partir de esa capacidad de combinación libre que tiene la palabra, llevarnos a recrear en nuestro ser más íntimo, sobre todo, estados de bienestar o malestar, de esperanza o infelicidad, de temor o misterio. Posee la facultad de desencadenar en las personas la pasión en todas sus gamas. Abre el corazón, más que la mente del hombre, a realidades que de una u otra forma permanecerían invisibles o desconocidas. Instaura y replica en nosotros el deseo, la angustia, la ansiedad o la armonía interior. Parece vincularnos con aspectos ocultos de nuestro pasado, no sólo como individuos sino como especie, restaurando vínculos perdidos de memoria y comprensión, de inteligencia y sensibilidad que en el trasunto cotidiano de la existencia y los automatismos de la realidad práctica perdemos inevitablemente.

Las palabras, entonces, sólo poseen el alma de la humanidad que las creó y continúa reinventándolas. No son, apenas, la expresión aislada de una persona, sino el símbolo vivo de un ideal de verdad, de belleza y de permanencia frente al tiempo, el olvido y la muerte, ideal que quisiéramos alcanzar cada vez que las escribimos, las repetimos, las acariciamos, las recordamos, las susurramos, las cantamos o las gritamos al viento. Ellas nos hacen soñar, nos hacen entender de un solo golpe la belleza infinita del mundo, desde las cosas más pequeñas y efímeras, hasta las más grandes y supuestamente eternas que la vida en sí nos ofrece.

Burke descubre que sólo cuando las palabras renuncian a servir a la descripción objetiva de las cosas se convierten en poesía. Las palabras necesitan, para desencadenar su verdadero efecto en el alma de quien las oye, las lee o las evoca, abandonar su sola función comunicativa, su sentido convencional. Es lo que sucede en la poesía, pues en ella es donde las palabras viven con plena libertad. En cambio cuando sólo sirven para comunicar una idea, para describir un objeto, para señalar el sentido práctico de un hecho o cosa, están reducidas a ser lo que son, instrumento utilitario del hombre, pero nada más, renunciando a ese encanto, ese poder originario que las creó.

El vínculo de la palabra con lo sublime, con lo bello, se hace bastante claro desde este punto de vista y surge entonces otra pregunta: ¿Qué es lo sublime y lo bello?

Tal vez en este último punto los caminos se vuelven más intrincados. Toda la filosofía occidental, desde Platón, ha tratado de definir precisamente esos conceptos y hasta el presente la discusión sigue abierta. Afortunadamente nunca podrá darse una respuesta definitiva alrededor del tema porque mientras el ser humano exista y no pierda su capacidad de asombrarse, de sentir, de ser afectado por las palabras y por los fenómenos de la existencia que lo rodean, podrá descubrir siempre una nueva noción y aventurar una visión distinta sobre esas cosas, esas ideas. En tal sentido lo sublime y lo bello será sólo la proyección de lo verdadero en lo humano, lo auténtico que en cada uno de sus actos, de sus hechos y sus palabras pueda alcanzar el hombre.

Las palabras nunca desaparecerán de la vida de las personas, me atrevo a pensar, mientras sean el reflejo del sentimiento, de la emoción y del espíritu. Podrán transformarse, eso sí. Podrán cambiar, evolucionar y adaptarse a todas las tecnologías que lleguen. Podrán dejar de escribirse y leerse de la manera como hoy lo hacemos. Pero de alguna manera estarán ahí, resonando en nuestro interior, con cada pensamiento, con cada imagen de nuestra vida hasta el final de los tiempos porque ellas son la materia viva de la que estamos hechos. Sin lenguaje no seríamos lo que somos. En esto no hay más que volver a citar al viejo Wittgenstein: “Los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo”.

***

Bruno Salomon- Escritor y lector residente en Envigado.

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